Durante el montaje, los ingenieros ya habían visto ciertas anomalías, de las que advirtieron a la NASA, pero por presión de esta última, esos ingenieros cedieron y autorizaron el despegue.
A los 58 segundos del despegue, el transbordador cruzó por una fuerte corriente de viento que abrió una de sus juntas. Esto hizo que una columna de fuego se escapase y quemase el tanque de combustible. El hidrógeno líquido derramado comenzó a arder, cortando las abrazaderas que mantenían al SRB, su cohete impulsor, que se balanceó y golpeó el ala derecha del Challenger. El montaje completo viró bruscamente y el Transbordador quedó expuesto a fuerzas aerodinámicas incontroladas.
Se vio, entonces, envuelto en una gigantesca bola de fuego desintegrándose casi en su totalidad.
Los 7 tripulantes fallecieron al impactar la cabina de la nave, única parte de la misma que logró sobrevivir a la terrible explosión, contra el océano, tras una larga caída de casi tres minutos. Al menos cuatro de ellos pudieron activar sus sistemas auxiliares de suministro de oxígeno e intentaron socorrerse mutuamente.
Los astronautas no disponían de paracaídas o equipo de eyección, tampoco tenían un entrenamiento específico para un caso como ese, circunstancias que originaron fuertes críticas a la NASA y es que esta había estimado las probabilidades de un accidente catastrófico durante el lanzamiento (el momento más peligroso del vuelo espacial) en una proporción de 1 a 438.
Este accidente causado por multitud de fallos humanos como demostró una investigación posterior, perjudicó seriamente la reputación de la NASA que suspendió temporalmente sus vuelos espaciales hasta 1988.
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